Don Máximo era un señor de unos 50 años, casado y con 4 hijos en edad de merecer que pasaban de sus padres como de las cartas. Un día, mientras veía
Noche de fiesta y se fumaba un Ducados, tuvo una revelación.
Fue a su videoclub más cercano y se alquiló
American Beauty, que en el Bar del "Piojo" le habían dicho que salía una jamelga de escándalo. Así hizo, espoleado por la decadencia televisiva y lo que le esperaba en la cama matrimonial (que según contaban los viejos del lugar, las noches de luna llena se convertía en ser humano).
Semanas más tarde estaba apuntado en un gimnasio, se había dado dos repasos de rayos U.V.A. y había renovado el armario a fuerza de pagarle el yate al propietario de
Springfield. Mientras tanto, su señora esposa seguía asustando niños por las noches, mientras que por el día impedía que nadie se le acercara con colonias Nenuco compradas en los chinos y cremas Deliplus. Por supuesto, al igual que sus hijos, pasaba de su marido como de
la mierda.
Como una cosa lleva a la otra, acabó por flirtear con tipas de esas que salen en las canciones de
Sabina, y en un arrebato a lo
Paul Gauguin decidió separarse de su esposa, de sus hijos, de los 15 años de hipoteca que le restaban y de su trabajo como encofrador. Volvería a nacer, sería un hombre nuevo. Se quitaría la
chaqueta gris.
Hace algún tiempo le vi. Recuerdo todo muy oscuro, luces girando y un montón de chiquillada al ritmo de Bisbal pasaban a su alrededor, mientras él trataba de balbucearle a las niñas alguna palabra, entre vapores etílicos y salpicaduras de saliva con sabor a ginebra.
Por como se movía, se había bebido hasta el agua de los jarrones, por como vestía, había cambiado
Springfield por la Tienda Disney, y por el brillo de sus ojos, reflejo de luces de colores, todos sabíamos que estaba solo, vacío y sin futuro.