Frecuentemente paso conduciendo por uno de los barrios más ricos de mi ciudad. Sembrado de chalets, grandes jardines y coches de lujo aparcados sobre la acera. Al pasar, la vista tiende a fijarse en los bonitos jardines y en el esplendido paisaje que se puede disfrutar en la travesía. Sin embargo, recientemente me he dado cuenta de un curioso detalle.
Según la hora que se pase, las paradas de trasporte público se llenan de mujeres. Son casi todas muy similares unas a otras. No son rubias y ricas extranjeras, ni elegantes damas. Son mujeres bajitas, de tez oscura y rasgos extraños.
Vienen de muy lejos, a servir. A servir en casas de señores para realizar labores domésticas, a limpiar retretes, a servir la copa de vino o a cambiar pañales de ancianos decrépitos. Son mujeres suramericanas, colombianas, peruanas, bolivianas especialmente. Trabajan de sol a sol sin descanso, con un mísero día libre a la semana en el que probablemente no salgan de la casa de su señor porque no tienen a donde ir. Como se ha puesto el servicio, ahora tenemos que importarlo.
Antes los secuestrábamos en su propia tierra, ahora se pagan ellos mismos el viaje a la esclavitud en patera.
Por un jergón y plato de sopa
con una alfombra y un kleenex
le sacan brillo al culo de Europa
con una alfombra y un kleenex
le sacan brillo al culo de Europa
Joaquín Sabina
1 comentario:
Mi madre trabajó 20 años de sirvienta en una casa. Cobró por ello y nada nos ha legado de la absurda y dolida mentalidad de clases. Gracias mamá.
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