A esa hora de la noche, c
uando el alma necesita un cuerpo que acariciar, me asomé a la puerta de aquel bar. En el sótano sonaba música, y el cartel escrito en inglés indicaba que había actuación en directo. Bastaron los pocos segundos que tardaron mis ojos en habituarse a la oscuridad y al humo, para dar tiempo a todos los clientes, incluído el músico, de mirarme. Una barra cuadrada, en torno a algo que desconozco su naturaleza dado que la penumbra era enfermiza, rodeada por tantas personas que no dejaban un solo hueco para un nuevo trasnochado. Todos se miran, unos a otros, en perfecto silencio y en perfecta ceguera etílica.
En una noche como esa, que las calles estan desiertas, que cada pareja ha buscado su rincón oscuro y todas los gatas estan en sus guaridas, aquella barra llena de copas de cóctel y aceitunas, aromatizadas con el humo de tabaco de importación, indicaban que la soledad es un buen lugar para visitar, pero un pésimo lugar para ponerse cómodo.
El poder dar la vuelta y cruzar el umbral que me llevó de nuevo a la fresca noche debe ser lo poco que me diferencia aún a mí de ellos.