Aquella mañana me llevó junto a la valla, y me dijo que me enseñaría lo que quedaba de la antigua prisión.
Bajamos aquella valla metálica, al contrario de lo habitual, estábamos más altos que nuestro destino, que yacía varios metros bajo nuestros pies, en un ¿pozo? grande, como un cráter, o como un caldero semienterrado. No salimos bien parados, me dijiste que me enseñarías algo increíble, y yo pensando que sería una gran playa semidesierta. No era precisamente un desierto.
El amasijo de gente que nos esperaba no nos hizo mucho caso, aún cuando hicimos mucho ruido y llamamos la atención. La madre semidesnuda daba su turgente pecho color gris ceniza y rojo sangre a su bebé. Este masticaba el pezón, comía el pezón, bebía la sangre y cortaba la carne como cuchillas mejor que los dientes de un tiburón. A su madre no parecía importarle. Igual que no le importaba la mugre y la ceniza que la cubría.
Todo hasta el horizonte estaba cubierto de gente como ella, desnudos, grises, cubiertos de mierda y de excrementos. Se mordisqueaban entre ellos, se hacían sangre, se cortaban, cada prominencia de sus cuerpos terminaba en cuchilla. Pero no se agredían, no se hacían daño con furia. Solo se tocaban, se acariciaban delicadamente... pero con sus dedos terminados en garras cortantes.
Al poco tiempo suena una sirena a lo lejos, todos se detienen y corren hacia el sonido. En su carrera nos arrastran a nosotros, nos empujan, pero no nos hacen daño, al menos tanto daño como pensamos que nos harían sus dientes. Entre empujones y hedor, corremos hacia el sonido.
El despertador me suena 15 minutos antes para ir a una reunión inútil. Me ducho, "desayuno", y a la batalla.
2 comentarios:
Ay, qué miedito!!
El infierno son los otros...
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