De pequeño admiraba a mi hermano mayor. Era más alto que yo, le dejaban llegar de noche, corría más que yo, jugaba al fútbol mejor, y tenía más amigos que yo. Siempre quise parecerme a él.
Nueve años mayor, yo andaba como un perrito faldero detrás con mi corta edad, mientras él trataba de evitarme y darme esquinazo para no molestar a sus amigos.
Un atardecer le daba la lata mientras charlaba con sus amigos en pandilla callejera. Me miró, habló animadamente conmigo sin hacer caso a sus amigos. Me habló de una de una de sus aventuras callejeras y como robaron una bolsa de golosinas. La escondieron, para que no les pillaran.
Yo escuchaba con atención, me iba a contar su secreto. Yo era el centro de su atención, me hablaba y me hacía sonreír y sentirme orgulloso de él. Me indicó donde estaban escondidas las golosinas, pero yo tendría que hacer un pequeño agujero para desenterrarlas.
Y allí mismo comencé a escarbar, con un palito y una piedra, empecé a hacer el agujero hasta que se hizo de noche y me mandaron a casa. Días después volví, a buscar las golosinas, seguía escarbando y pasando horas gastando mis pequeñas fuerzas.
Nunca hubo tesoro escondido. Nunca hubieron golosinas. Mi hermano terminó su tarde de charla tranquilo mientras yo buscaba su tesoro.
Aún busco tras él las golosinas.
1 comentario:
No existen.
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