Era una ventana como las demás. Ni más grande, ni pequeña, ni más fea, ni hermosa. Tal vez más vieja, tanto en años como en actitud. Nuestra ventana tiene un defecto, ha envejecido por igual.
Una ventana vieja es como cualquier cosa que conozcamos a la que podamos darle el adjetivo de vieja. Es desconfiada y arisca, ya que los años han empañado su cristal. Está agrietada y astillada, su tacto es áspero, llena de manchas y erosiones del tiempo. Es más, podemos llamarla vieja hasta por sus capas de pintura superpuestas, año tras año, intentando disimular que, como todo a su edad, se tuerce.
Pero sus años - qué contradicciones - también le han permitido ver, como ojo anciano, desfilar toda la vida delante de sí. Una contemplación pasiva y límpida cual ventana.
El niño no valoraba la edad de su ventana. Los niños no suelen valorar los años y la experiencia, de hecho pocas veces llegan a hacerlo los adultos. Así que la trataba como una ventana más, ni más grande, ni pequeña, ni más fea, ni más hermosa, pese a que era ella quien le mostraba el mundo. Le gustaba en verano asomarse a esa ventana en la habitación de sus padres, y ver el cielo azul claro resplandeciente. También el resplandor y calor estival, ese que casi podemos oler y que nos trae el recuerdo de que ha llegado el verano.
Pero a nuestro niño le gustaba sobre todo el invierno en su ventana. El invierno anunciado y descrito por el olor acre de madera vieja mojada. Ciertamente el invierno no era ni la lluvia ni el frío, ni si quiera tener que ir al colegio. El invierno era anunciado por los aromas de su ventana.
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1 comentario:
Hummmm... interesante.
Vamos, vamos ¿dónde está la siguiente parte?
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